30 junio, 2015

Camino a Casa


Tan solo un par de horas antes había hablado con ella por teléfono y fui feliz al escucharla bien, hasta creí que había superado esa puta enfermedad. Fantasías que una tiene, que se yo.  Luego hubo otra llamada, otra que, junto a la primera, quedarían en mi recuerdo por siempre.

Cuando terminó la segunda llamada, con el cuerpo todavía estremecido y mil espinas clavadas en la garganta, llené un bolso con un par de mudas, subí al auto y empecé a manejar.

Los minutos pasaban lentamente, pesaban. Las horas se vestían de viento y soplaban en mis oídos. Eran viento remolineando por la ventanilla del auto, que iban bajas para no morir agobiada por el calor. Así al menos se podía respirar. La ruta parecía de gelatina, ondulada bajo el sátiro sol que no se cansaba de arder. Las horas, el viento, la ruta, el sol… todo iba labrándome, cociéndome, torneándome en el camino a casa. Mi casa, en donde esta vez la bienvenida sería una despedida eterna. 

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