Tan solo un par de horas antes había hablado con ella por
teléfono y fui feliz al escucharla bien, hasta creí que había superado esa puta
enfermedad. Fantasías que una tiene, que se yo.
Luego hubo otra llamada, otra que, junto a la primera, quedarían en mi
recuerdo por siempre.
Cuando terminó la segunda llamada, con el cuerpo todavía
estremecido y mil espinas clavadas en la garganta, llené un bolso con un par de mudas, subí
al auto y empecé a manejar.
Los minutos pasaban lentamente, pesaban. Las horas se
vestían de viento y soplaban en mis oídos. Eran viento remolineando por la
ventanilla del auto, que iban bajas para no morir agobiada por el calor. Así al
menos se podía respirar. La ruta parecía de gelatina, ondulada bajo el sátiro
sol que no se cansaba de arder. Las horas, el viento, la ruta, el sol… todo iba
labrándome, cociéndome, torneándome en el camino a casa. Mi casa, en donde esta
vez la bienvenida sería una despedida eterna.